El berrinche en el supermercado que terminó con el mejor abrazo de mi vida
Era un martes cualquiera, y decidí llevar a mi hija Sofía, de 4 años, al supermercado conmigo. Pensé que sería rápido: comprar lo necesario y volver a casa antes de la hora de la siesta. Como siempre, la llevé conmigo al carrito, creyendo que podía ser una oportunidad para enseñarle un poco sobre los alimentos.
Todo iba bien al principio. Sofía estaba entretenida ayudándome a “buscar” las cosas de la lista. Me decía: “Mamá, aquí están los tomates” o “Este pan es el que me gusta”. Cada pequeño momento me hacía sentir que estaba fomentando su independencia y curiosidad. Pero, como muchas veces pasa, la calma no duró mucho.Cuando pasamos por el pasillo de los dulces, todo cambió. Sus ojos brillaron al ver una enorme bolsa de caramelos de colores.
“¡Quiero esos caramelos, mamá!” gritó con emoción.
Le expliqué con calma que no íbamos a comprar dulces ese día porque ya tenía su merienda favorita esperándola en casa. Pero Sofía no quería oír razones.
“¡No, mamá! ¡Quiero eso AHORA!”
En cuestión de segundos, su emoción se transformó en frustración, y antes de que pudiera reaccionar, estaba tirada en el suelo. Pataleaba, lloraba y gritaba con todas sus fuerzas. La escena era un espectáculo completo: la gente pasaba y nos miraba, algunos con curiosidad, otros con evidente incomodidad. Podía sentir las miradas de juicio como si fueran cuchillos.
Mi primera reacción fue la típica: “Levántate ahora, Sofía. Esto no se hace”. Pero antes de que las palabras salieran de mi boca, me detuve. Sabía que gritar o enfadarme no ayudaría. Recordé algo que había leído sobre la importancia de validar las emociones de los niños, incluso en momentos difíciles como este.
Respiré profundo, me arrodillé a su altura y la miré a los ojos.
“Sé que te sientes muy frustrada porque quieres esos caramelos, Sofi. Es difícil cuando no conseguimos lo que queremos, ¿verdad?”
Ella no respondió de inmediato. Todavía lloraba, pero su llanto empezó a disminuir. Le ofrecí mis brazos y le dije con calma:
“Estoy aquí. ¿Quieres un abrazo?”
Ella dudó por un momento. Parecía sorprendida por mi reacción. Finalmente, dejó de patalear y se acercó a mis brazos. Me abrazó con fuerza y lloró en mi hombro, pero esta vez, su llanto era diferente. Ya no era el grito de frustración, sino un desahogo.
Nos quedamos allí un rato, arrodilladas en medio del pasillo. No me importaba lo que los demás pensaran; todo lo que quería era que Sofía supiera que yo estaba de su lado, incluso cuando estaba molesta.
Cuando se calmó un poco, le susurré:
“¿Sabes qué? Podemos elegir algo especial para la cena juntas. ¿Qué te parece buscar una fruta que te guste mucho?”
Sofía levantó la cabeza, todavía con los ojos llenos de lágrimas, pero esta vez había una pequeña sonrisa asomando. Asintió y tomó mi mano. Caminamos juntas hasta la sección de frutas, donde eligió un racimo de uvas como “su tesoro” del supermercado.
Ese momento fue un antes y un después para nosotras.
Esa noche, mientras cenábamos juntas, Sofía parecía orgullosa de haber elegido las uvas. Antes de irse a la cama, me abrazó con fuerza y me dijo:
“Gracias, mamá.”
Lo que aprendí ese día no tiene precio. Los berrinches no son ataques hacia nosotros como padres; son el resultado de emociones abrumadoras que los niños no saben manejar. En lugar de verlos como un problema que resolver, podemos usarlos como oportunidades para conectar, validar sus sentimientos y enseñarles herramientas para calmarse.
Hoy, cada vez que Sofía tiene un día difícil, recuerdo esa escena en el supermercado. Me doy cuenta de que esos momentos no son perfectos, pero son los que construyen nuestra relación y la ayudan a crecer como persona.
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